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Cárceles en Colombia: un sistema que colapsó

Por Isabel Gutiérrez y Santiago Tobón / Razón Pública  

La otra cara de la crisis de la justicia es su deplorable sistema penitenciario. Aquí se exponen claramente las funciones específicas que un buen sistema penitenciario debe cumplir y se demuestra cómo Colombia ha fracasado en cada una de ellas.  

No todo tiene que ser cárcel 

En el derecho penal, el uso de la pena privativa de la libertad debe ser la ultima ratio es decir, el último recurso para la protección de los derechos ciudadanos.

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Por Isabel Gutiérrez y Santiago Tobón / Razón Pública  

La otra cara de la crisis de la justicia es su deplorable sistema penitenciario. Aquí se exponen claramente las funciones específicas que un buen sistema penitenciario debe cumplir y se demuestra cómo Colombia ha fracasado en cada una de ellas.  

No todo tiene que ser cárcel 

En el derecho penal, el uso de la pena privativa de la libertad debe ser la ultima ratio es decir, el último recurso para la protección de los derechos ciudadanos.

Se debe recurrir a la privación de la libertad cuando hayan fallado otras formas de control menos lesivas, como la moral individual o la presión social.

Además, la permanencia en una institución carcelaria en Colombia no es garantía de resocialización, y esto nos obliga a pensar en fortalecer otros mecanismos de control social o, en su defecto, a identificar estrategias extramurales que tengan mejores resultados.

La teoría económica del crimen supone que los delincuentes son seres racionales que deciden incurrir en actividades delictivas porque les resulta más rentable que cualquier alternativa legal. Según esta lógica, las políticas de lucha contra el crimen pueden dividirse en dos grupos:

– Políticas punitivas orientadas a la disuasión e incapacitación de criminales, que elevan los costos de incurrir en actividades delictivas; y

– Políticas preventivas, fundamentadas en aumentar el retorno esperado de actividades legales.

El sistema penitenciario hace parte del primer grupo. A través de este sistema, los criminales son disuadidos de cometer delitos  mediante dos mecanismos:

1. La amenaza de encarcelamiento. 
2. La duración prolongada de las penas.

Igualmente, se incapacitan con otros dos mecanimos:

3. Alejándolos de las calles.

4. Rehabilitándolos para participar nuevamente en actividades económicas y sociales legales.
 
Los cuatro mecanismos han fracasado en Colombia.

¿Para qué sirve la cárcel?

El primer mecanismo, la amenaza de encarcelamiento, ya ha sido identificado como una de las causas principales de la disminución del crimen en Estados Unidos. Pero para que este mecanismo funcione hay un factor clave: que la amenaza del Estado sea creíble.

Sin embargo, las cifras colombianas son pobres en esta materia. La tasa de imputación en los últimos años se ha ubicado alrededor del 26 por ciento, variando según el delito, según el Ministerio de Justicia. Esto es, del total de capturados solo la cuarta parte pasa a la etapa de imputación y una proporción menor será condenada.

Si el delincuente no percibe la existencia del riesgo de ser capturado y encarcelado, no puede ser disuadido de su propósito criminal. Para lograr mejores resultados en este punto, se requieren esfuerzos de inteligencia e investigación de la Policía y la Fiscalía, así como una buena respuesta del sistema judicial para dar pronta solución a los casos presentados por la Fiscalía.

El segundo mecanismo está estrechamente relacionado con el primero y consiste en fortalecer la amenaza de encarcelamiento mediante penas más largas. Esta es una forma de populismo punitivo, con la que gobernantes y responsables de la política criminal en Colombia responden ante hechos delictivos con mucha exposición mediática.

Como el caso anterior, este mecanismo se desvirtúa por la baja tasa de imputación en Colombia. Además, diversos estudios han encontrado que, a diferencia de lo que se pensaría intuitivamente, las penas mayores no aumentan el poder disuasivo y, por el contrario, resultan en mayores tasas de reincidencia. No se trata entonces de aumentar la duración de las penas, sino de aumentar la capacidad de persecución y sanción a quienes infringen la ley.

En este punto en particular es pertinente hacer un llamado a la cordura legislativa. El diseño de las normas no puede responder a los acontecimientos mediáticos, es decir, la agenda legislativa no la pueden determinar los medios de comunicación. Universidades y centros de pensamiento tienen el papel delicado de apoyar la labor legislativa desde el análisis y la investigación académica.

El tercer mecanismo, la incapacitación de los criminales alejándolos de las calles, también ha fracasado. Por una parte, las cifras de imputación ya mencionadas dan cuenta de la poca capacidad del sistema judicial colombiano para procesar delincuentes. Para comprobarlo no hay sino que ver en los medios de comunicación cómo reconocidos criminales son capturados y a las pocas horas se encuentran nuevamente en las calles.

Aquí hay un problema de fondo: la poca capacidad de varios organismos del Estado: de la Policía al desarrollar este tipo de procedimientos, de las agencias de inteligencia al adelantar investigaciones y llevarlas hasta la fase de imputación, y de la Fiscalía al presentar ante el juez casos que sustenten la culpabilidad del infractor.

Adicionalmente, los sistemas alternativos a las medidas intramurales también presentan problemas. En el país hay 40.596 personas en casa por cárcel y tan solo cuatro de cada diez tienen un brazalete de vigilancia electrónica. Entre 2013 y 2014, por ejemplo, 382 personas que hacían uso de brazaletes electrónicos se fugaron, según el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC).

Esto no quiere decir que la medida sea inadecuada, sino que las instituciones encargadas de la vigilancia de quienes portan un brazalete electrónico no lo están haciendo bien. El INPEC, institución competente en la materia, no tiene el personal suficiente para seguir a estas personas. En una publicación reciente se destacó su poca capacidad de revisión: las visitas de control, que deberían hacerse cada mes, se hacen cada seis meses y dos dragoneantes de La Picota deben hacer 600 visitas al mes.

La difícil rehabilitación

El cuarto mecanismo, la incapacitación de largo plazo mediante la rehabilitación, tampoco funciona en Colombia. Las cifras sobre reincidencia dan cuenta del fracaso. Según el INPEC, en promedio, en el período 2002-2012, el 15 por ciento de la población interna tenía condenas anteriores. El punto más alto se presentó en 2005, con un 17,1 por ciento.

Además, no están dadas las condiciones para que la rehabilitación en el sistema penal funcione. El nivel de ocupación de las cárceles colombianas en enero de 2015 fue del 150 por ciento de su capacidad. La población carcelaria era de 116.760 reclusos y la capacidad de apenas 77.874.

Es fácil entender que ante tal grado de hacinamiento, son muy bajas las posibilidades de que un programa de rehabilitación funcione. Por el contrario, para muchos infractores la cárcel se convierte en una universidad del crimen donde se profesionalizan conductas delictivas y se aprenden nuevos mecanismos para infringir la ley.

Las indignas e inhumanas condiciones de vida en las cárceles, en lugar de resocializar, afectan aún más la condición sicológica de los internos. Además, aun después de cumplida la condena, a quién infringió la ley le seguirá otra sanción informal: el estigma de “haber estado en la cárcel” o de “tener antecedentes penales”, lo que dificulta su reinserción a la vida legal.

La incapacidad del Estado para aplicar mecanismos alternativos de incapacitación, como el brazalete de vigilancia electrónica, también tiene consecuencias sobre el limitado logro en la resocialización. Un estudio reciente destaca que la tasa de reincidencia entre presos con medidas intramurales casi duplica la de quienes tuvieron monitoreo electrónico.

En definitiva, el sistema penal se presenta como uno de los grandes fracasos de la justicia colombiana. Lo más lamentable es que no se vislumbra una solución: al menos esto es lo que transmiten las metas propuestas en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2014-2018.

El Plan propone bajar tímidamente la tasa de hacinamiento carcelario, del 52,9 por ciento con que cerró 2014 al 45,9 por ciento y llevar a 5.551 personas a programas de tratamiento penitenciario para su resocialización, cuando la población carcelaria se encuentra por las nubes: más de 115 mil reclusos.

Sin un compromiso serio del gobierno nacional, el sistema penal tiene pocas posibilidades de funcionar. Pero la suerte parece estar echada, al menos en los próximos cuatro años.

Razón Pública, Bogotá.

 

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