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La escuela criolla

Por Carolina Sanín*  

La élite económica y política bogotana hace educar a sus hijos en colegios de afiliación extranjera que quizás imagina como enclaves del mundo más civilizado en este pobre país atrasado.

En otras ciudades de Colombia sucede algo parecido, según entiendo, y seguramente también sucede en otras ciudades tercermundistas del planeta, pero hablo de lo que me es más familiar. Los más obscenamente ricos los matriculan en el colegio estadounidense, que de manera significativa lleva el nombre que tenían estas tierras cuando eran una colonia, y pagan el equivalente a varios salarios mínimos mensuales para acceder al beneficio de una educación pública de otro país.

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Por Carolina Sanín*  

La élite económica y política bogotana hace educar a sus hijos en colegios de afiliación extranjera que quizás imagina como enclaves del mundo más civilizado en este pobre país atrasado.

En otras ciudades de Colombia sucede algo parecido, según entiendo, y seguramente también sucede en otras ciudades tercermundistas del planeta, pero hablo de lo que me es más familiar. Los más obscenamente ricos los matriculan en el colegio estadounidense, que de manera significativa lleva el nombre que tenían estas tierras cuando eran una colonia, y pagan el equivalente a varios salarios mínimos mensuales para acceder al beneficio de una educación pública de otro país.

Para unos, la pertenencia a ese colegio significa la confirmación de sus viejos fueros, mientras que para otros es la corona de un ascenso social. Para unos y otros, se trata de la manifestación de un privilegio que se define, como todos los privilegios, por medio de la exclusión de los demás.

Están también el costoso colegio inglés, elegante como le parece a esta colonia todo lo inglés, que uniforma a sus estudiantes como los personajes de Harry Potter; el colegio suizo, que ofrece viajes a la nevada suiza; el colegio alemán, y el colegio italiano. Los miembros de la élite de izquierda, adalides de la educación pública, prefieren el colegio francés (les interesa la educación pública, pero en Francia), con la ilusión—desmentida por cualquier periódico de cualquier día— de que Francia no es casi reaccionaria. Todos estos colegios ofrecen, además de la oportunidad de hablar una lengua extranjera con el menor acento local posible, las ventajas de un club: desde pequeños, los colombianos privilegiados establecerán contactos de los que luego se servirán toda la vida. Desde pequeños, sabrán a qué círculo pertenecen, quiénes son los suyos y quiénes son los otros, junto a quiénes mandarán y a quienes han de mandar. Sabrán ubicarse en la sociedad.

La clase media, que en esta como en otras cosas suele imitar a la alta con la esperanza de un día llegar a pertenecer a ella y oprimir igual de fuerte, también da su dinero (el que no tiene) a colegios con nombres de comarcas extranjeras, si bien a veces tienen que transarse por territorios de menor renombre que los ya elegidos por la punta de la pirámide. Más baratos y menos famosos que los aludidos en el párrafo anterior, hay colegios con nombres de estados y pueblos de los Estados Unidos, con nombres de países europeos minúsculos y nada épicos, y con rimbombantes combinaciones binacionales. No me parecen más ridículos que los grandes colegios de la gran burguesía. Unos y otros educan a sujetos coloniales como el José Fernández que José Asunción Silva describió en De sobremesa, alelados con todo lo que no pueden ser, extraviados y convencidos de que tienen la vocación de gobernar sobre coetáneos a quienes no conocen y con quienes no quieren identificarse.

Hay también colegios privados que no hacen explícito en su título el anhelo de internacionalidad, pero que también adoptan sin crítica los modelos extranjeros y cuya aspiración sigue siendo pertenecer a asociaciones educativas de otros países. Están además los colegios de órdenes religiosas (que no educan para otro país, sino para el otro mundo), y los colegios privados castizos y tradicionales, que educan para ser damas y caballeros santafereños, por aparte. Luego están las universidades privadas, en las que se dictan en inglés cada vez más cursos del currículo, y cuya mayor aspiración es figurar en el ranking que sea, desde que sea mundial.

Al tiempo que se esmera en ubicarla socialmente, la sociedad desigual desubica geográfica y culturalmente a sus élites. Criados en la idea de que la educación es la aspiración a ser de otra parte, los estudiantes, que luego mandan y gobiernan (porque, en esta sociedad de escasa movilidad, serán ellos quienes manden y gobiernen), crecen ignorando y despreciando su país. Adicionalmente, aunque no se lo han dicho en su colegio, intuyen que en donde quiera que vayan —y a pesar de su dinero— serán sudacas, o rastacueros, como se decía en tiempos de José Asunción. Que la élite sea avergonzada al tiempo que despectiva constituye una mezcla peligrosa. No es de extrañar que los famosos colegios y universidades privados gradúen a tantos gobernantes y empresarios corruptos, pues, ¿qué tiene de malo robarle a un país que no existe? Ni siquiera el mismo ladrón existe, pues es colombiano pero no colombiano, simulador, desconocedor de su procedencia, ajeno a la fraternidad e incapaz de reconocer los vínculos con lo público: un no ciudadano.

*Escritora y profesora de Literatura de la Universidad de los Andes.

Semana Sostenible, Bogotá.

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